Un interessant text d' Oriol Pi de Cabanyes sobre la merla i el merlot.
En estos días de mayo, al atardecer, canta el mirlo. Es un pájaro de más de un palmo, negro, con el pico amarillo. Es curioso que en castellano la palabra aluda al macho y en catalán a la hembra. Aun cuando no es la “merla” sino el “merlot” quien canta. ¿Celebra la nidificación o todavía busca pareja? Los gatos, en febrero, maúllan por la noche con atroz desespero. Y los perros, cuando están en celo, son capaces de aullar como hienas con sólo oler, en la brisa, la presencia de una hembra que puede estar a cientos de metros de distancia.
El canto del mirlo es de una belleza enigmática. A mí me fascina cada vez que le oigo reclamar la atención, ¿de quién?, con su voz aflautada, cada vez que siguiendo su música adivino su fragilidad en el vértice de algún ciprés, siempre de cara al sol levante, siempre cuando ya el poniente se apaga. Es un misterio. El árbol puede bambolear ligeramente con la brisa, pero el mirlo está como hipnotizado, lanzando sus raras jaculatorias. Y su presencia sigue ocupando el silencio cuando llega la hora del cambio de vientos y todo se encalma. ¿Se despide de la luz? ¿Suspira ya por el nuevo día?
En el tránsito hacia la oscuridad, aparecen los murciélagos con su vuelo rasante. Y el búho, su silueta, observándonos desde lo alto de un poste. Campean todavía algunas golondrinas. Y es en esta hora cenicienta, entre dos luces, cuando el canto del mirlo suena más a oración, o a lamento. ¿Qué sabemos nosotros de lo que sienten los animales? El mirlo frasea en lo alto, obsesivamente, cuando el día se nos va. Es una melodía como ansiosa que no sé si sale del miedo o si sale de una acción de gracias. Pero a mí me sobrecoge como si fuera la presencia de la muerte.
“La causa de estos sentimientos es aquel infinito que contiene en sí mismo la idea de una cosa acabada, es decir, en cuyo más allá no hay nada más; de una cosa acabada para siempre, y que no volverá nunca más”, escribía Leopardi, el día 10 de diciembre de 1821, en el portentoso “Zibaldone”, que acaba de ser perfectamente editado por Columna en versión catalana de Assumpta Camps. El recuerdo es esencial, decía el gran romántico italiano. “Un objeto cualquiera, por ejemplo un lugar, un paraje, un campo, por bellos que sean, si no desvelan ningún recuerdo, es que no son poéticos.”
El mirlo nunca repite las mismas frases. Canta fuerte, pero con los finales bastante más apagados, como es habitual (y por razones de psicología histórica) en nuestra entonación catalana, que tiende a bajar de tono. Óigase el doblaje habitual en televisión: las últimas sílabas se pierden. Algunos profesionales de la locución, que lo saben, lo procuran evitar en ocasiones violentando, hasta el gallo, el acento interno de las palabras y la modulación de las frases. La cuestión no es menor. ¿Cómo no va a estar en crisis el lenguaje si no le damos el tiempo mínimo para que se desarrolle una secuencia lógica de palabras?
En ocasiones, el mirlo se sitúa en lo alto del gran árbol de brazos con racimos que surge del corazón de la pita ya moribunda. Las pitas, cuando florecen, cuando se abren como una alcachofa, es que ya están sentenciadas.
Al oscurecer, el mirlo recita su salmodia desde lo alto de este colosal espárrago, que debe de tener ocho metros. Pero lo que es fascinante es que lo haga, invariablemente, mirando hacia donde sale el sol. Que es la orientación que siguen las tumbas antropomórficamente excavadas en la roca de Olèrdola, que fue nuestra capital hasta hace pongamos mil años.
Podemos imaginar los terrores con que los humanos de las cavernas observaban la marcha del sol. Podemos imaginar su ansiedad cuando los días se iban acortando, en otoño. Y su alegría cuando, por Navidad, iba remontando la luz. Pero siempre que llega la primavera, el mirlo proclama su verdad desde tiempos inmemoriales.
Oriol Pi de Cabanyes
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