Interessant article d'Arturo Pérez Reverte sobre l'arqueologia subaqüàtica publicat al XLSemanal, el 17 de setembre de 2012. M'ha portat molts records:
Son media
docena, bronceados y quemados por el sol mediterráneo. También son jóvenes,
brillantes, y la perra España aún no se les ha comido las ilusiones, aunque lo
procura. Quisieron ser arqueólogos, y lo son. No en plan aventureros de
película sino de los otros, los de verdad. Arqueólogos de los serios. Más
Howard Carter que Indiana Jones. Y claro. Pagaron puntualmente el precio de su
vocación. Y lo pagan, por supuesto. Lo siguen pagando. Nunca mejor dicho: de su
bolsillo, casi. O sin casi. Escasez de subvenciones, becas que llegan tarde o
no llegan nunca. Ganan lo justo para comer; y en algunas campañas, ni eso. Lo
suyo es rescatar objetos del pasado para mejor comprender el presente. Para
establecer la identidad y la memoria. Así que calculen ustedes mismos la
prioridad oficial, con crisis o sin ella. En España, insisto. Las facilidades
que encuentran para su trabajo. Aun así hay muchos como ellos, dispersos por
ahí, trabajando como pueden y donde pueden. Nadie dijo que fuera fácil, ni
rentable, hacer realidad ciertos sueños. Éstos lo hacen bajo el agua. Son
especialistas en naufragios y navegación antigua: barcos hundidos romanos,
fenicios y así. Ahora trabajan en un pecio del cabo de Creus, a veinticinco
metros. Dos inmersiones diarias: trabajo duro, peligroso, delicado, sin poder
apoyarse en el fondo para no dañar el precario estado de las maderas. Una
estructura interesante, cuentan entusiasmados. Casi intacta. Una nave del siglo
I antes o después de Cristo.
Día
de descanso relativo. El Thetis, el barco nodriza,
amarra en Port de la Selva, y los chicos transportan material con el director
de la excavación hasta el Centro de Arqueología Subacuática en la zona. Lo que
ven les parece el paraíso: cientos de ánforas, piezas de lastre, cepos, cubetas
para conservación de maderas rescatadas. Los arqueólogos encargados del Centro
también son jóvenes. Les muestran aquello de colega a colega, explican el
origen y significado de cada cosa y detallan su historia: la del hallazgo y la
reconstruida, imaginada o probada -de eso trata precisamente la Arqueología-
sobre su origen. Su papel de menuda pieza en la gran historia de los siglos
que, para bien y para mal, nos hicieron lo que somos.
Entre
los innumerables objetos sacados del mar, llama la atención una pieza singular:
una caracola de casi dos palmos, concha de tritón con el pico serrado y dos
improntas de plomo. Éstas, les cuentan, corresponden a los puntos de fijación
de una correa que algún marinero se colgaba del pecho. Porque la caracola es lo
que ahora un marino llamaría una bocina de niebla, que durante siglos los
navegantes usaron para prevenir abordajes y comunicarse entre barcos o dar
señales a tierra. Ésta proviene de un naufragio del año 78 d.C.: un barco
romano que se hundió hace veinte siglos en Cala Culip, y cuyo pecio fue
bautizado por los investigadores como Culip
IV.
La
caracola dispara la imaginación. Y, como suele ocurrir con estas cosas, los
chicos y el director de la excavación intercambian conjeturas. El Culip
IV traía en su bodega
ánforas con aceite de la Bética, cerámica de las Galias y lámparas de barro
hechas en Roma. Se hundió a causa de un temporal o tras tocar una piedra.
«Lástima -dice uno de los encargados del almacén-, que no sepamos cómo sonaba
la caracola. Lo hemos intentado muchas veces, soplando, pero no sale ningún
sonido. Puede que le falte una boquilla que llevara acoplada en el pico, que
fue cortado para encajarla». Al oír eso, el director de la excavación mira a
uno de los jóvenes arqueólogos de su equipo. «Tu sabes tocar la trompeta -le
dice-. Podrías probar, a ver qué pasa».
Un
silencio expectante. Bromeando, el chico que sabe tocar la trompeta coge la
caracola, le da vueltas entre las manos y se la acerca a los labios, sin
decidirse. «Prueba, anda», lo animan todos. Al fin toma aire, aplica los labios
y la lengua en la misma forma en que los pone cuando hace sonar una trompeta, y
sopla. Y la caracola suena. Lo hace de pronto, inesperadamente, con un hondo
quejido grave, fuerte, sobrecogedor, que de pronto evoca mares sombríos, noches
de guardia, costas llenas de peligros; y que los deja a todos mudos y
boquiabiertos. Sobrecogidos. Conscientes de lo extraordinario que acaba de
ocurrir: después de veinte siglos en silencio, en el fondo del mar, la caracola
de aquel pequeño y perdido barco romano ha vuelto a sonar en los labios de un
joven arqueólogo. Quizá por primera vez desde que, hace dos mil años, momentos
antes del naufragio del Culip IV, alguien a bordo
sopló en esa misma caracola para pedir ayuda, o para prevenir un abordaje con
otra embarcación mientras se acercaban a la costa entre la niebla.
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