Fa uns anys El Mundo va editar una col·lecció
de còmics de superherois, amb unes interessants introduccions. En un dels
volums dedicat a Superman Espido Freire escrivia un article que em va interessar
molt perque jo també vaig llegir La historia de Superman quan era petit.
El cómic, desencuadernado y manchado por las
moscas, aún debe de pudrirse en el desván de la casa de mis abuelos. La última
vez que lo vi, hará cinco años, mientras salvaba algunos libros de la humedad y
del silencio, las hojas estaban combadas y renegridas, y decidí dejarlo allí,
como se hace con las leyendas de los héroes olvidados que regresarán algún día
para salvarnos.
La historia de Superman llegó a mi primo como
uno de tantos regalos de verano, libros, sobre todo; le gustaba leer, cada vez
podía moverse menos, y los mayores no se rompían la cabeza con los niños. Él
era generoso con sus cosas, no tenía con quién hablar de sus historias como no
fuera conmigo, y en las tardes inacabables de verano, mientras los mayores
dormían la siesta, yo conducía su silla de ruedas hasta la sombra del manzano y
allí leíamos los dos, en silencio, con una seriedad adulta, compitiendo por
memorizar argumentos, por inventar luego juegos en los que los libros ya no
contaban. Los devorábamos, extraíamos de ellos la savia y los abandonábamos
secos y sin interés.
Pero Superman era otra cosa. No pertenecíamos
a la generación que creció con el mito, el Ciclón de Krypton, los tebeos
comprados por céntimos en el kiosko, ni tampoco continuamos leyendo sus
historias cuando abandonamos la niñez. Se hecho, leer cómics resultaba
ligeramente anticuado, sólo nosotros en nuestro entorno conocíamos al Jabato,
al Guerrero del Antifaz, a Roberto Alcázar. Más tarde llegó Spiderman, siempre
por las series de dibujos animados, y aterrizaron los bellos mutantes de la
Patrulla X.
Para nosotros, Superman comenzaba y acababa
en aquel libro, que recogía historias de los años cincuenta y ordenaba los
hechos cronológicamente. Seguíamos al superhéroe desde que era un niño, lo
veíamos aprender a volar, observábamos la ingenuidad de Luisa Lane, con sus
elegantes trajes sastre de la época, hasta que llegábamos a las historietas que
más me gustaban: las que narraban lo más cercano a un devaneo amoroso que
íbamos a presenciar: “La novia de provinciana de Superman” y “La boda de
Superman con Luisa Lane”.
Superman dividía el mundo en buenos y malos,
y resultaba evidente con quién estábamos alineados los niños Freire, que
matábamos moscas con el afán justiciero de los que se creen en posesión de la
verdad y con la crueldad descarnada que aflora a los nueve años. Vivíamos en
ese mundo en compañía de Superman, Flash Gordon y de Michael Knight, que
conducía su coche fantástico las tardes calurosas de agosto y siesta. Queríamos
ser ellos, éramos ellos, volábamos, dábamos puñetazos a los villanos, poseíamos
rayos equis en los ojos y aún no nos habíamos dado cuenta de que yo era una
niña y de que mi primo no saldría jamás de su silla de ruedas. En los años de
las promesas aún creíamos que cuando creciéramos podríamos ser lo que
quisiéramos, yo astronauta y mi primo constructor de naves espaciales, yo poeta
y él el científico que inventara la máquina del tiempo, siempre huyendo los
dos, escapando de los mayores, la siesta, la enfermedad y la prisión de la
infancia, sintiendo que éramos, como Superman, extraterrestres.
Durante el resto del año Superman se
adormecía en un sueño de kriptonita, mientras yo asistía a la escuela,
estudiaba solfeo y cambiaba de mes en mes cartas con mi primo, que se quedaba
en el campo, sin colegio, sin compañeros, con los libros y las historias que
había recolectado en verano y con los planos de las naves espaciales. En una
ocasión, el héroe regresó; mi hermana me llevó a ver la película, la segunda
parte de Superman, donde un Chistopher Reeve guapísimo y de ojos de zafiro
renunciaba a sus poderes para pasar la noche con Lois. La fascinación por
Superman, al que nunca más pude poner otro rostro, llegó a su punto culminante:
compraba la bebida que regalaba los puntos Superman, escribía historias sobre
Superman, e incluso se me pasó por la mente robarle el libro de cómics a mi
primo.
Pero los años borran todas las pasiones, y de
pronto crecimos, y no nos interesaban más las plantas que los héroes con capa,
los tenistas que los actores, hacer antes que imaginar. Yo era una niña y
sospechaba que no encontraría a nadie que me salvara de los villanos. Y él se
enfrentaba a una existencia en la que cada año era un regalo, en que había que
alegrarse porque aún conservara movilidad en la mano izquierda y pudiera usar
un ordenador. Ya no existían consuelos, sólo aficiones, sólo modos de matar el
tiempo hasta que acabara matándonos.
Mi primo murió el mismo año que murió
Superman. Debía adivinar las señales, unos días antes habían narrado en los
telediarios su muerte a manos de Doomsday, la mañana en la que murió yo me
había acercado a un mercadillo donde vendían cómics destrozados del hombre de
acero. El mundo se emborronó, mi primo moría a los veinticuatro injustos años,
yo continuaba viva, de pronto Chistopher Reeve caía de un caballo y terminaba
también en silla de ruedas. Las historias se convertían en una sola historia,
sueños de volar, y hombres inmóviles, todo lo mismo, había ocurrido ya,
continuaría ocurriendo.
No me engañaron cuando Superman reapareció.
Fuera quien fuese, no era ya mi héroe. Mi héroe volaba, y había muerto, no
había volado nunca y había muerto, apenas tuvo tiempo para caminar y había
muerto. Ya no merecía la pena inventar mundos felices ni superhombres
justicieros. Las historias iban a ser, desde aquel momento, únicamente para mí,
que ya no pensaba en convertirme en astronauta, que no podría ser poeta. Los
superhéroes se sienten muy solos bajo las gafas y un nombre inventado.
Olvidé allí el cómic, como se hace con los
malos augurios. Acogí en mi casa, parientes pobres, a los libros que más le
gustaban, Poe, Stevenson, Sinkiewitz, Joyce. Dejé las ruinas de otra época, el
traje roto del héroe que podía volar.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada